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Resignado a la Aceptación




No es fácil apaciguar mi relación con la realidad. Quedan resquicios de mis ilusiones de grandeza, tanto las inocentes de mi infancia como las que nacen de la frustración de esperar algo a cambio por lo que aporto a mi entorno. La aceptación es muy sencilla desde la perspectiva de los gurús o de los que disfrutan de la abundancia. No obstante, cuesta algo más para los que peleamos con la vida para satisfacer las necesidades básicas.


No me veo especialmente exigente. No anhelo la riqueza porque comparto el mantra de The Beatles que el amor no se compra. Sin embargo, es una propuesta que carece de sentido cuando la repite gente desde la comodidad económica. Los medios están plagados de personajes que pontifican que no necesitamos nada del exterior para conectar con el amor y la felicidad. Eso sí, para asistir a sus charlas, hay que pasar por caja. Al verlo desde la frialdad, es insultante y contradictorio.


En la realidad más habitual de los que luchamos para cumplir con las obligaciones cada mes, la aceptación adquiere una tonalidad más confusa. Bailo en la escisión entre la aceptación de la resignación. Esto es lo que hay. A veces me lo trago con patatas y otras me rebelo por mi amor propio y la dignidad.


¿Hasta qué punto debería seguir este camino sin alzar la vista hacia alternativas?


Es cómodo permanecer incluso donde no quiero estar para saldar las obligaciones sociales que me impongo. Si las abandono, me convierto en un desagradecido que ni me merezco mi amor propio y menos aún amor ajeno.


La cuestión perenne es definir el punto medio y sano entre el compromiso real y la iniciativa que me lleva a seguir el rumbo de la iluminación de mi autenticidad.

 

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