La Tormenta del Sentir
No dudo de que el dolor sea el gran maestro de la vida. Pero, me cuesta diferenciar el masoquismo inherente del victimismo de la aceptación de las tribulaciones que me desvían del camino que recorro al diario. Hace tiempo, aprendí a enfrentarme a los obstáculos con templanza para desvelar los secretos que descifro de cada decepción.
No obstante, no me convence contener la ira que antes me envolvía en las llamas del autocastigo porque ya no soy aquel. La ira alimenta la resiliencia que me caracteriza. Necesito soltar la bestia que hay dentro de mí sin temer que arrase con todo, sino que sea el fuego en mis venas.
Me perdono por la tempestad que he sido. Gestionar las emociones desde lo mental es frustrante e imposible. Buscaba la explicación por sentirme de una manera u otra. La respuesta nunca llegó. La madurez y el agotamiento, a medidas iguales, me enseñaron a no cuestionar el porqué de mi estado, sino indagar en buscar qué aprendía de cada experiencia y lo que evocaba en mi.
En ese estado plácido y reflexivo, comencé a descartar los extremos de exaltación o de furia por miedo a perder el control que había logrado sostener. Tal vez es por eso por lo que inconscientemente elijo embarcar por senderos oscuros y peligrosos en un intento de reanimar a la fiera.
Enfrentarme a lo difícil me excita por el despertar de las sensaciones primarias de supervivencia que involucra. La tristeza y la ira siempre han ido de la mano en mi sentir. La escisión se difumina cuando tambaleo entre las dos emociones, temeroso de permanecer en una u otra. Ese miedo me ha restado la contundencia en la reacción.
Ahora concedo palabras al trueno de mis enfados, dejaré que el relámpago alumbre la totalidad de mi sentir incluso cuando exige mostrar la lluvia de mi tristeza. Ahora soy la tormenta además de la calma que deja como secuela.
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